powered by Coinlib

Crónica dentro de una potencia socialista: Llorar frente al fregadero por el hambre en Venezuela

jueves, 9 de marzo de 2017



Disculpen que comience esto en primera persona. Soy un hombre de 50 años, en un estado físico relativamente bueno, sin problemas de depresión aparentes, salvo los que implica vivir en una sociedad como la de Venezuela, que se desmorona. Y de esto, justamente, quiero hablar: De cómo fregando unos platos, el pasado sábado, sentí dolor por mi país, por la gente de la sociedad en la que vivo, y cómo esa experiencia se ha ido juntando con otras sobre lo que significa el arduo destino de ser un venezolano de este tiempo.

Mi esposa me encontró llorando en la cocina. Era sábado en la mañana, y lo que llaman los psicólogos el “tren de pensamientos” que me llevó a eso fue el siguiente: En el fondo del fregadero reposaba una olla en la que se había cocinado un arroz. Como es natural, parte del arroz pegado a la olla había salido con el agua y el jabón. Era una porción considerable: Servía para dar de comer a una persona. La coloqué en un colador, y comencé a escurrirla con agua limpia, porque “en un rato alguien buscará en la basura, se la comerá, y por lo menos no se la va a comer con jabón”.

Y fue en ese momento en que todo me pareció perturbador: Por supuesto, que alguien comiera de la basura, pero mucho más que yo ya lo asumiera como normal y que en consecuencia, la tratara de limpiar un poco para que esa persona al  hurgar  mi basura, comiera algo lo más higiénico posible, dadas las terribles circunstancias. Y rompí en llanto, pero en serio. No fueron unas lágrimas. Fue romper a llorar.

He compartido esta experiencia con algunos amigos, y he obtenido respuestas sorprendentes. Una amiga se fue a vivir a Francia hace algunos meses, y se sorprende de lo bien que se come en ese país (lo cual no es ninguna sorpresa, en realidad), pero además señala que no puede comer con gusto, sin sentirse culpable, por el hambre que muchos de sus vecinos y familiares están viviendo en Venezuela. “Guardo hasta el último gramo de comida, no me gusta botar nada”, señala.

E incluso en Venezuela, varios amigos me han señalado que sienten culpa cuando comen completo, que ante una buena comida, e incluso algo tan simple como una arepa, no pueden dejar de sentir culpa. Otro me comentó que ya no comía en locales públicos, que si compraba comida en la calle lo hacía para llevar, porque no soportaba la expresión de las personas que lo veían comer. Y quien esto les escribe les puede contar que en el centro de Caracas, la visión, luego de las 9 de la noche, es como la de un planeta de Zombis, calles oscuras en las que se ve gente rebuscando entre las bolsas de basura su alimentación.

Gente no necesariamente mal vestida: La semana pasada vi una pareja, un señor y una señora, como de 70 años, haciéndolo. Es una visión, créanme, sencillamente insoportable. También supe que en esa zona, que anteriormente era de grandes restaurantes de comida española que hoy subsisten a duras penas, ya han comenzado a separar la basura de restos de alimentos, para facilitar a la gente que esculca en los desechos la búsqueda de comida.

En toda Venezuela, la escasa prensa libre que va quedando reseña las muertes de neonatos por falta de alimentación: Esta semana, apenas, bebés fallecidos en Maturín, Trujillo y Ocumare del Tuy. También se multiplican las informaciones de fallecimientos por ingesta de yuca amarga; y en un redondo reportaje, la televisora colombiana NTN24 muestra como en el hospital de niños J.M. De Los Ríos, de Caracas, aíslan a los pequeños que llegan con desnutrición para que la información sobre ellos no circule. Por supuesto, en un país en el que la circunferencia abdominal de Nicolás Maduro crece semana a semana, y en el que se venden tantos jets privados como en Estados Unidos, Canadá o Alemania, el Gobierno no quiere que ese tipo de informaciones se divulguen.

El hambre en Venezuela ha descompuesto una sociedad que ya estaba en problemas, y ha propiciado más violencia de la que ya esa sociedad tenía. Apenas ayer, una mujer en Plaza Venezuela, uno de los puntos más emblemáticos de Caracas, se subió a un monumento desde el que amenazó con lanzarse para suicidarse. ¿La razón? No conseguía comida. En las familias, especialmente en las más pobres, la falta de comida ha llevado a peleas entre hermanos, entre padres e hijos. “Mató a sus hijastros porque se comieron un pan”, era un titular perturbador de un periódico regional del Oriente venezolano en noviembre. Pero no ha sido el único caso.

Y si este panorama es muy grave, lo peor está por venir. El Gobierno venezolano se está quedando sin caja, y tras marzo, un mes suave en pagos de deuda, vendrá abril, un mes en el que el país puede entrar en default. El relativo y muy parcial alivio que venía dando el Gobierno con las cajas CLAP desaparecerá: De hecho, tuvo que pedir prestado para pagar las últimas, según el conocido periodista Nelson Bocaranda.

Y Venezuela podría entrar en algo peor que lo que hasta ahora ha vivido. En la verdadera hiperinflación, la verdadera hambruna, el canibalismo. Algo perfectamente evitable, o inevitable, más bien: Evitable con un cambio de políticas, inevitable si el Gobierno se empeña en profundizar el socialismo, y pareciera que para allá va.

El reloj está corriendo.

Publicado en: Panam Post
 
Copyright © 2016. La Ciencia del Bolsillo.
Design by Herdiansyah Hamzah. & Distributed by Free Blogger Templates
Creative Commons License