“El hambre nos está volviendo locos”
miércoles, 6 de julio de 2016
Surangel López quería ser maestra. Desde pequeña se imaginó en un salón de primaria, liderando el pizarrón, enseñando matemáticas. “Luego pase por una fase -en bachillerato-, donde quería ser policía. Pero se me quitó. Siempre me han gustado los niños”. Se sienta sobre un tobo hace memoria de todas las cosas que quería ser y se quedaron en el tintero. Su madre enfermó de cáncer cuando tenía catorce años y a partir de ese momento la realidad puso en espera cualquier intento de perseguir los sueños. “Yo era la mayor de cuatro hijos. Me tocó hacerme cargo”.
Ella es una de las tantas historias que manifiestan la pobreza de la parroquia Chorrerón en el municipio Guanta de Anzoátegui. Surangel podrá tener poco dinero, pero “soy millonaria en esfuerzo”. A sus 31 años tiene cuatro hijos: dos varones y dos hembras. Los “hombrecitos de la familia”, uno de 16, y el otro de 13 años, ya trabajan. Son pescadores. Mientras que las niñas (de 10 y 5 años) la ayudan con los quehaceres de la casa. Una casa que se encuentra en la calle El Sur, en lo alto de una colina. Para llegar debes sortear cinco escaleras, una infinidad de mini barrancos que no están hechos para el foráneo y el olor constante a cañería y basura.
Guanta, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) es uno de los cien municipios del país con pobreza extrema.
Calificativo que salta a la vista cuando te encuentras áreas que no tienen agua potable, luz eléctrica, servicio de aseo o escuelas. Son sectores dejados a la voluntad de sus habitantes que a punta de colectas, trabajo en equipo y mucha terquedad, se proveen un estilo de vida acorde a sus necesidades. A su capacidad de sobrevivir. La casa de Surangel se levanta en una explanada de tierra. Cada vez que llueve se transforma en un lodazal. Las paredes son láminas de madera y aluminio unidas con alambres en puntos estratégicos. Mientras que la loza que sirve de suelo para el único cuarto de la estructura, es un intrincado laberinto de tablas que marcan el camino por donde se debe caminar sin que tropieces con una piedra. La cocina está bajo una terraza improvisada que tiene más goteras que estabilidad. Ahí se agrupan los platos, ollas y comida. También está la estufa y una pequeña bombona de gas que deben mantener seca para que no se oxide. “Me estoy construyendo una casa más cómoda en la parte baja del sector. Pero con la escasez de materiales de construcción, nos hemos retrasado dos años” comenta, mientras le pide a su hija menor, Sorianny, que no camine descalza y termine de almorzar.
Desde que la vimos, Sorianny tiene en sus manos un hueso de res. Lo roe y chupa como si fuera el más delicioso caramelo. No tiene camisa puesta y sólo una pantaleta de flores con unas sandalias de cuero que vivieron mejores días, son sus señales de pudor ante el mundo. Sorianny nació con deficiencias respiratorias y males en la piel. Su mamá debe gastar al menor 15 mil bolívares a la semana para proveerle de un tratamiento. De lo contrario, el Consejo de Protección del Niño, Niña y Adolescente de Guanta amenazó con quitársela.
“En febrero la niña tuvo un ataque de asma y la llevé a la emergencia del hospital de Barcelona. Estuvo hospitalizada por quince días. Cuando le dieron de alta, llegó una gente de la alcaldía y me la quitó. Decían que no sabía cuidarla. Se la llevaron por dos meses para una casa hogar mientras me pedían una cantidad absurda de papeles y me hacían firmar una carta compromiso para mejorar sus condiciones de vida” relata Surangel mientras llora. Recuerda con impotencia el incidente y asegura que no permitirá que pase de nuevo. No lanza excusas, y tampoco caprichos. Sabe que sus recursos son escasos “pero ella es mi hija, y nadie tiene derecho a quitármela”.
Surangel debe mudarse del rancho antes de que finalice el año. Es una de las condiciones que impuso el consejo de protección. Además, debe garantizar el tratamiento médico y una buena alimentación. Pero dentro de estas condiciones no se tomó en cuenta que de los 12 mil habitantes que tiene Guanta, al menos el 75% viven en pobreza extrema. Que el agua a veces tarda en llegar cuatro días y que los alimentos están tan escasos como en cualquier parte de Venezuela. “Hace algunos días llegaron regalando sardinas a la zona. Hubieras visto la cantidad de gente que bajó. Pareciera que toda la parroquia se volvió loca. Mujeres con ollas, niños con bolsas, viejitos pedían que le llenarán sacos con sardinas. El hambre nos está volviendo locos” dice Surangel al mismo tiempo que su esposo llega. Es albañil y su oficio es a destajo. Gana dinero cuando hay chance de entrar a las construcciones de Puerto La Cruz o Barcelona.
Por su parte, Surangel divide su tiempo entre vender caramelos en los semáforos y hacer cola para comprar algo de comida en el Bicentenario de Barcelona. Los días que tiene que hacer cola se lleva a Soriangelis, su hija de 10 años, para que la ayude. Ese día, Soriangelis no va a clases. “Nosotros estamos comiendo, cuando hay, una vez al día. Y cuando no hay, comemos cada dos días. A veces, la niña no va al colegio porque no tiene qué comer. Esta situación no es única en mi casa. Te puedo contar de al menos otros doce niños que viven por aquí y pasan por lo mismo”.
Estas historias están en la superficie. No hay que excavar mucho para conseguirlas. Cuando sales de la casa de Surangle, otras personas se acercan y dicen “aquí también tenemos problemas”. Y los escuchas contar un guión. Como si alguien les hubiera escrito el credo que deben recitar a cada persona que tenga un mínima pizca de intención para ayudarlos. ¡Necesito una casa! ¡Necesito un empleo! ¡Necesito medicinas! ¡Necesito comida!
Frases que se repiten en Guanta una y otra vez.
La lucha por una crema de arroz.
A unos veinte metros de Surangel vive Gisela del Valle. Abuela de cinco nietos y ama de casa a tiempo completo. Para llegar a su rancho debes saltar -literalmente- una especie de riachuelo que se transforma en corriente con cada aguacero. Una gavera de cerveza sirve como puente, y una cuerda amarrada a la puerta de apoyo por si acaso pierdes el equilibrio. La estructura es un poco más sólida que la anterior. Son cuatro paredes de ladrillos y un interior dividido en dos cuartos y una sala. Las divisiones son sábanas.
Luego están los niños. El mayor tiene diez años y los menores dos. Son morochos. Y les dicen “terremotos”. Mote que queda evidenciado cuando uno de ellos se sube a la única mesa que hay en la casa y pide que le tomen una foto. Está en interiores y tiene la cara sucia. Del Valle nos cuenta que vive con una de sus hijas y su yerno. Sus hijos mayores están presos.
-¿Por qué están presos?
-Uno por robo y el otro por homicidio- responde.
Y así zanja el tema. Lo importante ahorita es ver cómo consigue comida para su familia. Jesús Valera, su yerno, es mecánico. Siempre le han gustado las motos y por un tiempo trabajo con la gente de la Toyota en su centro de servicios. “Mi papá me enseñó el oficio. No terminé bachillerato así que me dediqué a reparar motores. Pero eso no da mucho dinero. Por lo que tuve que buscarme otro empleo que me permita darle de comer a mis hijos”. Comenta mientras se mide una camisa de vigilante. Hoy logró que lo contrataran en el Unicasa de Lecherías. Una de las ventajas de ese empleo es que una vez a la semana los trabajadores tienen el privilegio de guardar comida regulada sin hacer colas. “O al menos eso fue lo que me prometieron. Uno se expone a muchas cosas como vigilante. La gente se vuelve loca cuando hace colas. A un amigo mío lo apuñalaron tratando de comprar una crema de arroz” recuerda Jesús mientras le dice a sus hijos que se queden quietos. Es el papá de los morochos.
Hace un mes los consejos comunales de Chorrerón hicieron una censo para determinar quiénes serían beneficiados por los Comités Locales de Abastecimiento y Distribución (Clap). Todos quieren recibir su bolsa de comida, pero no saben cuándo llegará. “Según para julio deberíamos tenerlas pero no es seguro. Mientras tanto aquí nos dividimos el tiempo para hacer colas y cuidar a los niños” comenta Del Valle. De sus cinco nietos, tres están en edad escolar. Pero sólo uno va a clases. El mayor. Y esto porque él mismo se procura su alimento. Un pequeño de diez años.
Por la mañana baja hasta el muelle y le pide a los pescadores algo de la pesca del día. Como ya lo conocen, le dan algo a cambio de trabajo. Sube a la casa al mediodía con lo que consiguió y almuerzan todos. Luego, se va en la tarde para el colegio. Ahí, hay una mata de mangos que es su preferida. A punta de pedradas baja algunos y esa es la merienda y cena.
¿Y cuándo no haya mangos? “Bueno, entonces se pone hacer mandados en el mercado municipal de Puerto La Cruz para que le den algo de comer”, cuenta su abuela orgullosa de la independencia del muchacho. Pero con un dejo de tristeza en la voz porque sabe que sigue siendo un niño. “Y los niños no deberían asumir trabajos de los adultos”.
La militancia política en Guanta ha sido sustituida por el hambre. A pesar de que su alcalde, Jhonnathan Marín, es del partido de gobierno. Lo único que queda aquí del oficialismo -y de la oposición- son los afiches y graffitis que adornan las paredes. De resto, la población pide que se hagan más operativos de Mercal o Pdval. Y todos los fines de semana hay largas colas en la plaza central del municipio con personas tratando de comprar comida regulada en cualquier feria de turno. Cuando no las hay, en el ambiente se palpa el descontento y la tensión.
“No deberíamos tener chance para el drama. Eso debería estar en las telenovelas. Pero, lamentablemente, aquí el hambre o termina de volvernos locos o nos fortalece. No queda de otra” sentencia Surangel.
Publicado en El Estimulo: http://elestimulo.com/blog/el-hambre-nos-esta-volviendo-locos/
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